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Nuestro mundial

Escrito por el junio 16, 2018



Un pañuelo doblado cuidadosamente, como carpetita recién bordada por una abuela, sobre el pavimento helado. Alrededor, tres velas clásicas, pegoteadas con cera en el asfalto. Callao al 200. Es madrugada y hacen falta calor y macumbas. Se discute la Ley de Aborto legal, seguro y gratuito en la Cámara de Diputados. El clima hiela la sangre y el panorama es más que complicado. Aun así, lo parejo del poroteo y la incertidumbre por los “indecisos”, provocan sensaciones variadas. Oscilamos toda la noche alrededor de los números más tortuosos: como en un balotaje, ellos tenían centésimas a su favor. (Por Rosaura Barletta para La Retaguardia)

Foto: Natalia Bernardes

La jornada empezó mucho antes de llegar a la convocatoria. En la esquina barullera del colegio Echeverría, en Ramos Mejía, subió al 242 la diputada Nathalia González Seligra (PTS-FIT). Eran las nueve de la mañana y ningún pasajero supo que viajaba con una de quienes 24 horas más tarde legislarían sobre el cuerpo de todas las mujeres y personas con capacidad de gestar de nuestro país. Las diez cuadras de viaje que compartimos fueron eufóricas y despabiladoras: “¿Tenés novedades? ¿Qué onda los indecisos? Siento que vamos a perder ¿A qué hora se vota? ¿Ya sabés cuándo hablás vos? Bueno, sí, sí, acá me tengo que bajar. A la tarde voy ¡Fuerza ahí adentro!”. El encuentro fue un disparador que tiró como gatito de un ovillo de lana y comenzó a desdoblarse la tensión mental de la jornada. En el trabajo y con auriculares, la sesión sonó hasta la hora de irme. El diputado Lipovetsky (PRO-Cambiemos) en la apertura dio rienda suelta al clima inicial: a favor. La diputada Romina Del Pla (PO-FIT) encendió la conducta de la jornada, que fue el ímpetu para dejar registro de una certeza irrefrenable: queremos que salga la ley, pero no es legítimo que nuestro derecho a decidir sobre nuestro cuerpo se someta a la opinión, creencias o convicciones de nadie.

Postales de época

Son casi las 18 en Rodríguez Peña y Perón y la circulación de gente antes de la caída del sol da aspecto de feria. El uso de los baños de los bares no estuvo nunca en discusión. Las mujeres no preguntamos y todos los baños pasaron a ser mixtos, aunque nos apiadamos de los varones que llegan a las filas y les damos prioridad. Una chica hace un gesto de ‘caballerosidad’ y deja pasar primero a su compañero varón. Una chica le pide a otra que le comparta los datos móviles de su teléfono para poder comunicarse con sus conocidos. “Obvio, pero explicame cómo se hace”. Una chica del conurbano bonaerense, apenas ubicada, alejada aún de la movilización, se cruza en mitad de la calle a alguien con el pañuelo:
-¿Sabés para dónde está el Congreso?
-Para allá, derecho-, señala.
-¡Gracias!
-¡Ey! Pará, ¿dónde te encontrás con tu grupo? ¿En qué calles? Bueno, mirá, agarrás por acá derecho, en dos cuadras doblás a la izquierda.
Caminar a esa hora, abrigada (no lo suficiente) para lo que el frío sería horas más tarde, es sofocante. Llego a mi esquina, saludo a hermanos, amigas, amigos, sobrinos, me abro la campera, me saco la bufanda verde, agarro el pañuelo de una tira de la mochila y envuelvo mi cuello mientras pienso que exageramos, que siempre lo hacemos, que no va a hacer tanto frío, que tengo dos bolsas de ropa que no voy a usar. Voy a recordar ese pensamiento, con bronca, sentada en el piso en medio del paisaje amarillento de luces de calle y fueguitos entre las tres y las siete de la mañana. Tomamos la decisión de quedarnos por ahí hasta que pasen algunas horas y se acomode la muchedumbre, porque acercarse al Congreso o al escenario sobre Callao es meterse en una masa asfixiante.
“Aborto legal en el hospital”, intermitentemente hizo vibrar cada calle y hasta llegó a las pizzerías de Corrientes, acompañado del clásico golpe a la mesa que suma la melodía metálica de los cubiertos dando saltitos. Hay algo disruptivo en el uso político del espacio público. Pintarlo de verde, dormir en el asfalto, montar la pantalla en El Molino, descansar en una carpa, tomar mate en las escalinatas de un banco –de los que tienen plata-, caminar por Callao envueltas en una frazada -compartida o no-, prenderse en una batucada o comentar alguna intervención con la desconocida de al lado y encender un intercambio fructífero cuando el frío ya nos tiene petrificadas. Qué ilusa cuando pensé que habíamos exagerado. Remera, camisa, doble pulóver, campera, doble bufanda, doble pantalón, doble par de medias. Nada alcanza en este barrio ventoso de mármol y cemento. Para colmo, llegar a las seis de la mañana es una intensa cuenta regresiva y a esa hora ni asomo del amanecer que vendrá como pasadas las siete y media. De la esquina a la pizzería, de la pizzería a Callao y Corrientes, luego a ver en el escenario a La Delio Valdez y alguna de las salidas repetidas de Las Taradas, luego a la puerta del banco, luego a ver la pantalla, luego a desayunar para amortiguar el frío. Mientras estábamos sentadas en ronda cerca del escenario, las diputadas Romina Del Pla, Araceli Ferreyra (FPV-PJ) y Victoria Donda (Libres del Sur) subieron para dar un mensaje de aliento y pedir lo más importante: que no se fuera nadie. Que teníamos que ser tantas como al principio de la jornada cuando se votara la ley: “Comenzamos la sesión en las calles y es en las calles la terminaremos”, dijo Donda. “Quieren que nos cansemos”, dijo Ferreyra. El estímulo de las diputadas incentivó a redoblar el esfuerzo y quedarse a pesar de la hostilidad del clima, pero también dejó un sabor amargo: algo olía mal adentro.
La desesperanza me acompañó toda la noche y me malhumoró cuando la mañana nos hizo saber que estábamos al borde del final. Ocho y veinte eran cuando una provincia copó los Whatsapp de todas las que estábamos, aún sin energías ni cabeza para sostener un conteo, siguiendo el minuto a minuto. La Pampa. Se empezó a hablar se La Pampa. “Acaban de darse vuelta dos pampeanos, votan a favor, y tal vez lo hagan otros”, me llegó. Era lo que necesitábamos. El desayuno fue, entonces, con la cabeza puesta en volver. De día, el sol seguía sin pegarnos en la cara. Deseé con locura durante la madrugada que saliera, pero los edificios y el invierno hicieron que sólo iluminara por encima de nosotras.
Aunque no nos pegaba en la piel, sí prendió en el Congreso. El barullo se expandió como una ola desde el centro hacia la periferia y nos hizo saber que había media sanción. Abracé a mi amiga que lloraba. Sé que ella se practicó un aborto y que, como tuvo recursos económicos y simbólicos, lo hizo en condiciones seguras. “Que salga esta ley es el sueño de mi vida, no puedo no quedarme”, me había dicho más temprano cuando le consulté si pensaba quedarse a la noche.
Paso por Callao al día siguiente para ir a trabajar. Se activa el plano más sensorial de los recuerdos: vuelvo a sentir el olor de la leña; veo nuestras pintadas intactas (“Que sea ley”, “Las paredes se limpian, las pibas no vuelven); siento de nuevo el mismo frío, el temor, y revivo la euforia colectiva más auténtica de la que tengo registro. Acá fui feliz.

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