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—¿Dónde está el tortillero de la esquina? ¿No vieron al tortillero de la esquina?—grita, al borde de la desesperación, un adolescente recién salido de la escuela.
Su rutina pueblerina seguramente está demasiado alterada. 200 personas juntas, con banderas, en una esquina de San Vicente, es síntoma de que algo raro está pasando. Estamos frente a la vieja estación de trenes, ahora convertida en el predio de exposiciones de la ciudad. Durante el año es sede de la Fiesta de la miel y la de la muzzarella. Ahí sí estalla de gente. Para recordar a Rodolfo Walsh y caminar hasta la que fue su última casa, apenas si somos 200 personas. En la otra punta de la ciudad, está la Quinta de Perón. Ambos sitios, parte de la historia política argentina, empiezan a aparecer como atracciones turísticas de una ciudad hermosa que aún conserva ciertas costumbres de pueblo, pero está despolitizada incluso habiendo sido epicentro de varios momentos cumbre de nuestra historia reciente. (Texto de Fernando Tebele / Fotos de Agustina Salinas para La Retaguardia)

Le dijimos al pibe que el tortillero no estaba, pero antes de comenzar la marcha lo vemos. Está detrás de la muchedumbre y del humo. Sonríe por una tarde de laburo como pocas. Solo por hoy está en la esquina de enfrente.
“Acá siempre hay 2º menos que en la capital. Cuando llega el frío eso se nota”, advierte una lugareña que ve mucha gente con sus manos metidas en bolsillos de buzos, camperas o lo que sea que abrigue. San Vicente está por abandonar su tarde de sol entre nubes mientras nos metemos en uno de sus barrios. El recorrido es el que hacía Rodolfo Walsh cuando regresaba a su casa. Desde la estación, pateaba una diez cuadras largas, con el polvo de la tierra levantándose a cada paso. Es difícil imaginar qué habría alrededor suyo en aquel momento. Lo que vemos ahora es la miseria planificada. Es un barrio humilde, con gente que viene asombrada a ver qué está pasando. Los sonidos salen de la murga y de los cantos que suenan desde el parlante, arriba de la camionetita. La gente camina con sus banderas y una antorchas caseras que se van a enfrentar a la noche dentro de poco.
Los perros se exaltan. San Vicente debe ser la capital del perro callejero. No falta el Templo Evangélico, que en realidad es una casa como todas las demás, pero con el cartel identificando la puerta. Las iglesias en las barriadas humildes son casi una por manzana. Como los supermercados chinos en los barrios de clase media. Cada uno consume lo que le venden.
En la cabecera, Patricia Walsh camina con orgullo. Llegó desde Buenos Aires en uno de los autos que salieron en caravana desde el Sindicato de Prensa de Buenos Aires (SiPreBa). Compartieron el viaje con ella Tomás Eliaschev, secretario de derechos humanos del gremio de prensa, y Flora Bagú, que un rato después estaría al lado de la hija de Walsh en la cabecera. Al volante del Clío estuvo la hija de Flora, la periodista Martina Noailles. Flora y Patricia se tienen en Facebook, pero es la primera vez que se ven. Bagú fue parte de una de las células de Montoneros que realizaban ANCLA (Agencia de Noticias Clandestinas). Quien estaba a cargo de esa herramienta de comunicación popular era el Tío Esteban. Bagú lo supo un tiempo después: Esteban era Rodolfo Walsh. En los 50 kilómetros entre la CABA y San Vicente, Patricia no paró de hablar, pero Flora no se le quedó atrás. Tienen muchas cosas en común, sobre todo a Rodolfo, así que las anécdotas sobre él fueron y vinieron. Ahora están ambas, inseparables, en la cabecera. Charlan cada tanto mientras caminan. Cualquiera diría que se conocen desde siempre.
Adelante de la marcha, como a unos 100 metros, se nos adelanta un patrullero. Es difícil entender por qué. No hay tránsito que cortar, ni peligro alguno. Quizá quieran custodiar la memoria, que suele ser peligrosa para el poder. Sin embargo la memoria se suelta, y también se adelanta hasta llegar en forma de nutrida marcha a la casa en la que Walsh escribió la Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar. Cuando lo atraparon, aquel trágico 25 de marzo de 1977, el militante estaba en la esquina de Entre Ríos y San Juan, en la CABA. Allí, intentaba distribuir clandestinameante su texto tan mítico como actual. Ya había perdido a su hija Vicky, a tantos amigos… Cabe suponer que tal vez intuyera que su turno estaba cerca, pero que valía más su voluntad de comunicar, de romper el cerco informativo. Walsh es tan actual que asusta. Lo dice su hija Patricia cuando toma el micrófono, lo sabemos todas las personas que lo leímos, incluso quienes recorrimos sus textos con la frustración de saber que nunca podremos escribir así, tan claro, simple y correcto a la vez.
La noche y el frío molestan. La oscuridad se interrumpe en cada vela encendida, pero luego retoma su camino. Si el año pasado, desde adentro de la casa, nos recibieron con música a todo lo que da, esta vez todo es silencio y oscuridad. Hay mucha vegetación que impide ver a través del alambre. Las rejas del portón de entrada tienen una doble lona. Patricia se asoma. Corre una, luego la otra, pero no consigue ver. Allí vive la familia de un excomisario. Sí, la casa donde el Tío Esteban escribió su obra cumbre está ocupada y ni siquiera está señalizada; tan solo un cartel en la avenida, lejos. Tan lejos como está la casa de ser un espacio de memoria. Ahí recupera un poco más de sentido la custodia policial; parece una delimitación territorial. Las chicas de la Mesa de la Memoria de San Vicente están contentas. Realizaron una vez más la marcha. Como en cada situación parecida a esta, solo una decisión política puede cambiar el rumbo de este lugar. No hubo interés de ninguna gestión durante todos estos años de democracia. Sin embargo, la marcha crece cada año. Los pétalos de rosas, que llegaron en una caja, se imponen con todo su rojo en el verde prolijo de la entrada. Sembrar, aun cuando parezca que nada puede crecer en esta tierra. Eso hizo Walsh cuando escribió ese texto brillante en el medio de una oscuridad parecida a la de esta noche. Eso hicimos ayer quienes marchamos por San Vicente para pedirle a un gobierno poco afecto a recordar el genocidio que esa casa se convierta en un sitio histórico. Quienes no le llegamos ni a los talones, aprendimos de él que siempre vale la pena intentarlo, aunque parezca imposible.

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