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La casa de la ESMA era de la familia del torturador Peyón

Escrito por el enero 11, 2020


La casaquinta de General Pacheco que los y las sobrevivientes reconocieron como el lugar al que fueron llevados a pasar el día durante sus secuestros, pertenecía en 1980 a Raúl Enrique Antonio Peyón, el padre -también marino- del feroz torturador Fernando Enrique Peyón. Los documentos que prueban que la casa operaba como sucursal del terror de la ESMA. Los nuevos testimonios de Ana Testa y Daniel Oviedo, que reconocieron haber estado allí por fotografías, más el aporte de Liliana Pellegrino, Carlos Lordkipanidse, María Eva Basterra, Blanca García de Firpo, Osvaldo Barros y Víctor Basterra, más la fiscal Mercedes Soiza Reilly y el ex integrante de HIJOS, Pablo Iglesias, aportan otro trazo grueso al círculo de la memoria histórica que nunca se termina de cerrar. (Por La Retaguardia)

📝 Texto 👉 Fernando Tebele
🔎 Investigación periodística 👉 Fernando Tebele 👉 María Eugenia Otero
📷 Edición de Fotos documentales 👉 Natalia Bernades
💻 Edición de audios testimoniales 👉 Paulo Giacobbe
Foto de Portada 👉 Aporte histórico de Víctor Basterra, que sacó fotografías desde su cautiverio. Sin esta fotografía, por ejemplo, sería quizás imposible conocer su rostro, ya que al no haber llegado al juicio, no se lo ha registrado fotográficamenente, salvo esta de Basterra.

Noviembre de 1978

Hace pocos días que Liliana Pellegrino fue secuestrada. Está tirada sobre una de las camas del sótano de la ESMA, una especie de recepción del festival del horror cotidiano de ese lugar siniestro al que todavía no dimensiona. La venda en los ojos agudiza el resto de sus sentidos. Por eso puede sentir que alguien se le acerca, primero a través de los pasos; luego por el calor del cuerpo que se le sienta al lado, rodillas contra rodillas.

—Levantate la capucha —dice el captor a su lado.
—No, no quiero.
—Levantate la capucha —ya es una orden.

Cuando obedece, Liliana puede ver al hombre al que todos llaman el Giba o Quasimodo, por una suerte de joroba en su espalda.

—¿Querés fumar? —le pregunta, volviendo al tono cómplice, que nunca deja de ser duro.
—Sí.

Fernando Enrique Peyón se saca el cigarrillo de su boca. Lo sostiene entre su pulgar y su índice derecho. Lo acerca a la cara de la cautiva.

—Fumá.
—Gracias, pero no quiero —dice ella cuando se da cuenta. El asco puede más.
—Te digo que fumes —vuelve a ordenar el Giba Peyón y luego sigue con tono tranquilo, como si nada—. Quiero que sepas que yo tengo en mis manos la vida y la muerte de tu pareja. Lo podría haber matado cuando lo secuestré pero no quise. Todo depende… pero tengo el poder de hacerlo. Eso es lo único que quiero que sepas.

El silencio sólo queda interrumpido por la respiración agitada de Liliana, que piensa en Carlos Sueco Lordkipanidse, su pareja. “Bueno, bajate la capucha”, le dice Peyón antes de irse. Con esa presentación, Pellegrino se acaba de enterar quién es el Giba, uno los más feroces del Grupo de Tareas 3.3.2.

***

Casi 40 años después, Pellegrino está en Suecia, donde vive. Llegó desde Buenos Aires hace una semana. No puede dejar de mostrar asombro cuando le decimos que La Retaguardia pudo establecer que la casa que ella reconoció hace días como aquella a la que los genocidas llevaron a las personas cautivas en febrero de 1980, pertenecía en ese tiempo a Raúl Enrique Antonio Peyón, el padre del Giba. “Me conmovió muchísimo saber quién la había tenido, sobre todo el saber que la encontramos. Es esa. Me conmovió porque ahí estuvieron con vida compañeros que pocas semanas después desaparecieron completamente: el grupo Villaflor, el Pata Pared, la Gringa Ponti, Ardetti, Lepíscopo”, dice vía telefónica.

La Retaguardia pudo confirmar, a través del documento que acompaña esta nota, que Peyón padre le compró la casa el 8 de julio de 1972 a Horacio Blas Berretta, un arquitecto que murió en 2010. No podemos registrar (al menos hasta ahora) que el hombre de apellido calificativo tuviera algún vínculo con Peyón. Por la época de la compra, habría que descartar que la quinta sea parte del botín de propiedades de las personas secuestradas, que en general eran sometidas a firmar falsas ventas en favor de genocidas, testaferros o empresas creadas con esa finalidad. “No hay que olvidar que junto a la operatividad estaban los negocios, y ellos hacían negocios”, dice Víctor Basterra desde una convalecencia que no le impide aportar datos a la memoria histórica. “Era un psicópata torturador. Estaba en inteligencia y operaciones. Tenía un resentimiento contra buena parte de la humanidad. Su nombre completo era Fernando Enrique Peyón”, dice el escribano de la memoria. “Fue el autor de mis primeras torturas”, señala.

El documento que prueba que Raúl Enrique Antonio Peyón, el padre de El Giba, fue dueño de la casaquinta entre 1972 y 1984. (La Retaguardia)

Peyón, el torturador

Cuando La Retaguardia consulta quién era Peyón, todos y todas comienzan por el mismo lugar. Fue quien, en medio de la tortura de Basterra, salió a buscar a Eva, su beba de apenas tres meses, para torturarla junto a su padre, que se negaba a decir nada por más que le dieran máquina hasta ocasionarle dos infartos. Contamos ya en la nota anterior, que Peyón se topó con el acto heroico de la secuestrada Blanca de Firpo, que la tomó en sus brazos y la apretó contra su pecho para evitar que el Giba se la llevara al infierno. “Poné que soy La Betty, porque así me decía Cachito Fukman”, nos pide ella, que está de paso por Buenos Aires, porque también vive en Suecia. Junto a Carlos Lordkipanidse, hizo el primer reconocimiento de la casa que acompañó este medio, en junio de 2019. “A Peyón lo conocía de la tortura -nos cuenta-, pero mucho más cuando vino a buscar a Eva para torturarla y yo se la saqué y la cubrí con mi cuerpo. Así quedó mi columna… Era un sádico que disfrutaba de hacernos daño”. Cuando se refiere a su columna, da cuenta de la paliza posterior, consecuencia de su acto de heroica resistencia en medio de la locura total.

María Eva Basterra Seoane tiene hoy 40 años. Se lamenta porque todo el mundo siempre sabrá su edad con un simple cálculo, ya que aquella beba tenía pocos meses en agosto de 1979 cuando secuestraron a su padre. “Encontrar esta casa es como seguir encontrando viejos caminos. La nota de La Retaguardia me llegó a través de un amigo que a su vez la había recibido de una amiga. Una vuelta rara”. Acerca de su propia historia y el salvataje de La Betty, Eva no puede precisar cuándo le contaron lo que había pasado en la pequeña sala. “Tengo la sensación de que siempre lo supe. Mi viejo, siempre encargado de nombrar a todos los compañeros, nos contó todo desde pequeñas. Esa anécdota de Peyón viniendo a buscarme con los ojos sacados porque mi viejo no largaba nada la sé desde chica. Son escenas que yo me las imagino… Betty me cuenta, una vez que me encontré con ella, que Peyón le dijo: ‘por esta vez zafás’. No hubo duda en la acción de Betty”, rememora ahora la joven, artista, cantante y murguera, heredera, entre otras cosas, de la sonrisa sonora y la simpatía de su padre.


El campo alrededor

Las primeras dudas que tuvieron El Sueco, la Betty y Liliana, las tres personas que sobrevivieron al genocidio que reconocieron la casa de Lugones 3649, en lo que hoy es el Barrio Ricardo Rojas, en General Pacheco, Partido de Tigre, fueron porque recordaban que alrededor había mucho descampado en lo que hoy es un barrio de casas bien establecido. La foto que ilustra esta nota, y que data de un relevamiento realizado vía aérea en 1980 por la Provincia de Buenos Aires, refuerza los recuerdos de quienes dieron testimonio. Puede notarse el contraste con la imagen satelital actual del lugar (más abajo y en colores).

La casaquinta en una foto vía aérea de 1980. (La Retaguardia)

En el primer informe sobre el tema dimos cuenta de lo que implicaba la ausencia de la corroboración de Basterra, a quien todos y todas le dan un lugar especial en este tipo de recuerdos. Más pasan los años y más se necesita del escribano de la memoria. Sin embargo, la certificación de que la casa perteneció a la familia Peyón y que estaba a nombre del padre del Giba, despeja todo tipo de dudas. Esa casa fue utilizada para llevar a personas que estaban secuestradas en la ESMA. Según el informe dominial, Raúl Enrique Antonio Peyón, quien también era marino como su hijo genocida, adquirió la casa en 1972 y la vendió el 2 de mayo de 1984 a un tal Fernando Emilio Mucharem. “Cabe pensar también que Peyón le haya alquilado la quinta a “Pantano” Sosa. Tengo presente la irrupción de unas personas de civil en la tranquera preguntando por el Señor Pantano, como si fuese el encargado de la propiedad. Esta teoría cubriría dos puntas, la del ocultamiento del verdadero propietario, y otra de carácter económico pagándoles desde el Grupo de Tareas una suma de dinero a Peyón… Pero son ocurrencias mías…”. Sosa era un marino murió sin haber estado imputado en la causa. La ocurrencia de Lordkipanidse debería ser tomada en cuenta. Fue la primera persona a la que se le ocurrió que la casa era efectivamente, primero por fotos que le mostró la investigadora y escritora Marisa González, luego por haber distinguido el tanque de agua en la visita que La Retaguardia acompañó. La justicia deberá corroborar si aquella ocurrencia del alquiler de Sosa (Pantano era un apellido falso que usaba) a Peyón es tan veraz como que esta es la casa.

En la imagen satelital actual puede observarse cómo hay muchas más casas alrededor e incluso los caminos han sido asfaltados. 

Agosto de 1979 – El Señor está en el cielo

Osvaldo Barros camina dentro de su casa. Va de la ventana a la mesa, de la mesa al teléfono. Está inquieto. La Negrita, su compañera, Susana Leiracha, no llega. No puede contener sus nervios. Entrelaza sus manos, se las aprieta y las lleva juntas hasta su rostro. Piensa lo que todos y todas piensan en estas circunstancias, en esta época; piensa lo peor. Es 21 de agosto de 1979. La agitación se transforma en una explosión de miedo y de final cuando ve de frente, en el comedor de su casa, las miradas exultantes y sanguinarias de Adolfo Miguel Donda Tigel (Gerónimo), que era el jefe del Grupo de Tareas 3.3.2; y del Giba Peyón, que era el segundo jefe. Con sus armas cargadas de odio, lo van empujando hasta que lo ponen contra la pared. Peyón le grita algo en el oído. Osvaldo está aturdido, no le entiende, pero atina a decirle, a modo de respuesta, de absurdo intento por calmar a la fiera: “Sí, señor”. Los nudillos de Peyón estallan en el medio de la espalda de Barros, que como puede, tambaleante, alcanza a escuchar que el Giba le dice: “El señor está en los cielos”. Lo arrastran hasta el auto, lo tiran al piso de la parte de atrás y lo llevan a la ESMA. Allí, sus compañeros y compañeras le dirían luego Anteojito, porque una vez que se levantaron las capuchas para verse, los demás advirtieron que nunca se había sacado los anteojos.



Nuevos testimonios

Ana Testa toma el teléfono celular. El sonido del mensaje whatsapp se destaca en medio de la pampa sojera. Está en su casa de San Jorge, Santa Fé. El sol avanza en plena ofensiva por la ventana de la cocina. Con el celu en sus manos, ve la noticia que acaba de publicar La Retaguardia. Sobrevivientes de la ESMA identifican otra casa del genocidio, dice el título. Se aleja un poco del teléfono. Levanta apenas la mirada. Piensa en que nunca pudo identificar la casaquinta a la que la llevaron un par de veces. Regresa a la pantalla y lee los testimonios. Luego va a la foto de la pileta y la agranda con dos dedos. La pileta está adelante, dice en voz alta, aunque esté sola. En shock, busca entre sus contactos a Mercedes Soiza Reilly, la fiscal de la megacausa en el tercer tramo, el más largo e intenso de los juicios. Le envía un audio: “Hola Mecha. Vi la nota de La Retaguardia. Yo también estuve en esa casa”, alcanza a decirle. Las imágenes corren en estampida en su cabeza. Se sienta, levanta la cabeza, mira el techo, y ve proyectadas todas las imágenes juntas.

***

Está perdida en el laberinto de la ESMA. Rota. Nadando en el fango oscuro del secuestro. Del no saber si sobrevivirá o no, De estar recorriendo sus últimas horas, quizás. No lo sabe, como todas las demás personas que están secuestradas allí. Pero algo altera la rutina.

—Preparate que mañana vamos a una casa con pileta —le dice un Verde, como les dicen por aquí a los guardias. En realidad es un mensaje de Ricardo Cavallo.
—Pero yo no tengo ni malla.

Unas horas después aparece en la escena el mismísimo Cavallo. “Nosotros les vamos a dar mallas”. No pasa mucho tiempo más y entra otro Verde con dos mallas enterizas. Se las muestra. Ana las observa. Nota que están gastadas por el uso. No puede dejar de pensar que deben ser de alguna compañera a la que secuestraron. De las dos, elige una marrón con pintitas negras. La toca y certifica el desgaste. Ya no le quedan dudas, proviene de El Pañol, donde se acumulan las pertenencias que les han sido robadas durante los operativos.

A la mañana siguiente, la suben a una de las camionetas SWAT. Les dicen así porque son igualitas a las de la serie de la tele. Comienzan los ‘80 y las series policiales yanquis son una moda que parece interminable. En la pantalla las fuerzas del orden son siempre los buenos. La suben por la puerta de atrás como ganado junto a varias otras personas secuestradas. Se sientan en los bancos que la camioneta tiene en ambos laterales. Les espera un largo viaje hasta la casaquinta de Gral. Pacheco, cerca de la planta de la Ford. No saben todo esto todavía. Ana no puede dejar de pensar en la maldad que gobierna en la vida real, en el mundo y en el submundo en el que está metida, donde la camioneta en la que viajan es utilizada habitualmente para custodiar citas trampeadas con algún secuestrado/a como pasajero involuntario, al que le obligan a marcar a través de la ventana pequeña a otro que todavía no cayó.

Será difícil olvidar el almuerzo. Una de las que fue obligada a prepararlo es Nora Irene Wolfson. Hay una tarta, y la masa es casera. Ana aprovecha la perversa distensión de ese día para pedirle la receta. No sabe que Nora pronto será desaparecida. Tampoco sabe que ella sobrevivirá. Pero por las dudas, atesora en su memoria fotográfica, ella que es arquitecta, la puerta de tres hojas vidriadas por las que puede verse la pileta desde adentro de la casa. Tampoco borrará la imagen de la Negrita Josefina Villaflor y Elsa Martínez enojadísimas durante toda la jornada de sol. Si sobrevive, algún día todo eso servirá de algo.

***

Desde Suecia, Daniel Oviedo no dudó cuando Liliana Pellegrino le envió las fotos. Supo que era la casa a la que lo habían llevado desde la ESMA. “No recuerdo ni quién me llevó ni el auto en que me llevaron, sí recuerdo que fui con alguien de la Armada. Era un día de sol y calor”. Suma a la lista de secuestrados en la quinta al médico Jorge Vázquez, al que llamaban Caballo Loco y El Ratón Ángel Laurenzano, que habían sido traídos desde el Circuito ABO (El Atlético, El Banco y El Olimpo).

15 de julio de 1998 – Peyón escrachado

Como tantos otros genocidas, El Giba Peyón se reinventó durante los noventa, aunque en su caso no tuvo que modificar demasiado su impronta parapolicial. Trabaja en Bridees, una de las empresas de seguridad que son parte del Grupo Yabrán, el más poderoso empresario de esta época, que se suicidó hace pocos días cuando iban a detenerlo por la muerte del fotógrafo José Luis Cabezas. Según Víctor Basterra, el nombre de Bridees es una sigla que homenajea a los grupos de tareas: Brigadas de la ESMA. Peyón todavía es parte del SIM, Servicio de Inteligencia Naval.

Un integrante del grupo artístico Etcétera colocando un inodoro frente a la puerta de la casa de Peyón, en el escrache de 1998  https://grupoetcetera.wordpress.com/1998-2/

Desde la Agrupación HIJOS han trabajado durante meses para llegar a este escrache contra el Giba Peyón, a quien los y las sobrevivientes ya han identificado, tanto por sus recuerdos como por las fotos que Basterra sacó y rescató de la ESMA. Las leyes de impunidad impiden llegar a la justicia. Todo es Punto Final y Obediencia Debida. Entonces hay escrache en Villa Urquiza. Algunas particularidades se producen en esta jornada. No es habitual que los genocidas se hagan cargo de sus actos frente a un escrache. Por lo general, si consiguen enterarse antes, se van de sus propiedades, o dicen que todo es mentira. Son tiempos en los que hay que contarles a los vecinos que “Al lado de su casa está viviendo un asesino”. No es el único de ese edificio. También vive allí Juan Carlos Rolón, otro torturador de la ESMA. Peyón se siente poderoso todavía, y organiza una volanteada para intentar contrarrestar la acción señaladora de HIJOS. En el volante les pide a sus vecinos que se queden tranquilos y vierte algunas amenazas, como para no perder la costumbre: “Yo en lo personal tuve el privilegio, el alto honor y la gran responsabilidad de defender a la PATRIA de los embates del terrorismo, pero también debo decirle que pertenecí a una elite que tuvo una honrosa y destacadísima actuación en esa GUERRA, la cual, tal vez, fue el factótum de la derrota de las Organizaciones Terroristas que a su vez, dentro de su orgánica de superficie tuvieron muchas Organizaciones que hoy nos persiguen (Madres de Plaza de Mayo, Abuelas, Organizaciones de Derechos Humanos y otras)”.

Sin embargo, parece haber conseguido el efecto contrario. Los vecinos y vecinas se van sumando al escrache. Salen a los balcones. Saludan a quienes marchan, que son los mismos de siempre: en primera fila HIJOS, Madres de Plaza de Mayo de la Línea Fundadora, Madres del sector agrupados en la Asociación, integrantes de otros organismos de derechos humanos, y los partidos de izquierda con sus banderas rojas ondeando. Los partidos tradicionales, el Partido Justicialista (PJ) y la Unión Cívica Radical (UCR), no sólo no participan sino que son los garantes de la impunidad reinante. Pablo Iglesias es uno de los integrantes de HIJOS que está en la primera línea. Cuando llegan a la casa, ve el gran operativo policial los está esperando. Ya lo había anticipado Peyón: iban a estar protegidos. Son fuerzas de la Policía Federal, más precisamente de la Comisaría 39 y están a cargo del Comisario Mayor Néstor Fernández. Cuando Fernández ve a sus compañeros de fuerza manchados con las bombas de pintura roja características de la movida, da la orden para comenzar la represión. Gases lacrimógenos. Gas pimienta. Todos los palos desatados. Pablo puede ver como la infantería se avalanza contra la primera línea y le intenta pegar un palazo a Laura Bonaparte, una de las Madres que alcanza a cubrirse la cabeza con un brazo. Escucha el ruido del golpe, que le rompe el antebrazo, como ya le rompieron la familia, desaparecida casi por completo. También ve, Pablo, como se tiran encima de uno de sus compañeros de HIJOS. Junto a otros/as, se lanza a su rescate para salvarlo de ir preso. Pero lo agarran a él, que será parte de las 16 personas detenidas.

Por la noche, en la comisaría, quienes sufrieron las detenciones se reponen de los golpes y del gas pimienta, al que ya conocen pero del que aún ignoran sus efectos. Escuchan como, desde afuera, sus compañeros y compañeras pasan la noche pidiendo la libertad. Se abrazan a la mañana siguiente, cuando consiguen salir.

Peyón también habrá quedado satisfecho. Se habrá sentido respaldado. No sabe, todavía, que habrá juicios, como les supo predecir El Nariz Maggio cuando se fugó de la ESMA y los llamaba por teléfono para gozar de su libertad a pleno, mientras les decía: “Habrá un Nuremberg para ustedes, asesinos”. No alcanzó con recapturarlo y exhibir su cuerpo masacrado para que los y las demás aprendieran la lección. Nada de lo que hicieron alcanzó. Sólo lo salvará de la condena la impunidad biológica.

***

Cuando se entera de que la casa era propiedad del Giba Peyón, El Sueco Lordkipanidse se estremeció. Ya no cabía ninguna duda. No había que esperar a Basterra. Era la casa. Larga una risotada estruendosa, pero se pone serio rápidamente para trazar un perfil del torturador. “Los demás oficiales decían que, al estilo romano, era el que apuntaba con el dedo pulgar hacia abajo en todas las ocasiones. A nosotros, los prisioneros, en sus constantes ataques de ira, el tipo siempre nos hizo saber: ‘a ustedes hay que matarlos a todos’. Era su caballito de batalla. Nunca lo tomamos en chiste o como una gracia, porque el rictus de su cara siempre demostró que esa era su verdadera finalidad”.

La fiscal del tramo más importante judicialmente hasta ahora, Mercedes Soiza Reilly, resalta la labor de quienes sobrevivieron y continúan buscando pedacitos de verdad. “Estos hallazgos movilizan a los y las sobrevivientes pero también a quienes trabajamos en la construcción histórica de lo sucedido en estos espacios como consecuencia del Terrorismo de Estado. La memoria y el relato del testigo sigue siendo el elemento más valioso en estos procesos”.

Fernando Enrique Peyón murió el 3 de julio de 2003, apenas 39 días después de la asunción de Néstor Kirchner. No alcanzó a ver las leyes de impunidad derogadas. No fue parte del juicio ESMA II, que condenó a sus compañeros del grupo de tareas. En alguna parte del submundo cruel en el que vivió, quizás esté enterándose de que se ha cerrado otro círculo. Tal vez encienda un cigarrillo, y diga: “¿Vieron?, había que matarlos a todos”. Pero ya nadie puede oirlo.

Ya todo el mundo que quiere saber, sabe que los y las sobrevivientes ganaron otra partida: reconocieron la sucursal de la ESMA que faltaba individualizar. Y se sabe también, Peyón, que la casa del terror era de tu padre.


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