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Las compañeras que formamos parte de La Retaguardia nos propusimos abordar el 8M hablando de nosotras. Escribir una nota colectiva para contar las desigualdades y las violencias, pero no las de las otras, como siempre lo hacemos, sino las propias. Compartimos esta serie de relatos, sin releerlos demasiado, sin maquillaje. Son algunas cosas que nos pasaron, pero que le podrían haber sucedido a cualquier otra. (Por La Retaguardia)


✍️ Redacción: Agustina Sandoval Lerner/Natalia Bernades/Cristina Varela/Graciela Carballo/Irene Antinori/Daniela Cormick/Valentina Maccarone/Eugenia Otero/Bárbara Barros.
📷 Foto de portada: Archivo Natalia Bernades/La Retaguardia

Queríamos que todas nuestras voces estuvieran presentes. El ejercicio abrió puertas y reflexiones: “¡Qué mal que todas tengamos esos relatos grabados en los cuerpos!”. 
Tantas vivencias transformadas en mandatos, que portamos en silencio. En nuestros intercambios lo descubríamos: varias situaciones narradas jamás habían sido dichas. 
“Y todas tenemos más cosas que contar”. Muchas más. El patriarcado nos dejó sobradas muestras de su crueldad escritas en la piel, para perpetuar su dominio.
Pero creemos que pensar, sentir y hacer juntas rompe el hechizo y suelta ataduras. Ahora estamos juntas. No nos callamos más.
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Tenía 12 o 13 años. Viajaba en colectivo una tarde, no muy tarde porque todavía era de día. Tan intacto en mi memoria, que recuerdo por qué avenida circulábamos, y qué esquina habíamos cruzado. Yo ya había tocado el timbre y estaba preparada para bajarme junto a la puerta del fondo, del bondi casi vacío. Un tipo grande, de traje, de unos ¿treinta y pico?, me metió la mano entre las piernas, muy adentro, con firmeza y sin ningún apuro. Todo eso, mirándome a los ojos seguramente con la certeza de que yo no iba a animarme a gritar. Me bajé corriendo. Llegué a casa con mucha vergüenza, pensé que había sido mi culpa. Nunca lo conté.
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Fui a una consulta médica por un control de rutina. El médico, varón, joven, con quien no me había atendido previamente siguió los pasos habituales de una consulta. En un momento, me pidió que me siente en la camilla para tomar la presión y que me saque la remera para auscultarme. Lo hice, como siempre, desde mi lugar de obediencia y confianza con les profesionales de la salud en su rol. Luego me pidió que me acueste para revisarme, pasando sus manos de una manera suave, que no parecía el modo de otras revisiones, ni entendía qué sentido tenía.
Me preguntó si tenía lunares en las piernas y me propuso sacarme el pantalón para revisarlos. Le dije que hacía mi control con dermatología anualmente y que no era necesario. Me levanté y me vestí mientras él me hacía algunas órdenes de laboratorio o indicaciones a las que ya no presté atención. Salí de ahí sintiéndome incómoda, culposa, angustiada y sin saber identificar el porqué. Tardé en caer, en darme cuenta, y me enojé conmigo por mi silencio, mi aceptación sumisa de la situación, mi incapacidad de frenarlo, de quejarme al salir o denunciar.
Le conté tiempo después, con mucha vergüenza, a una amiga. Me entendió, me contuvo y trató de calmar mi sensación de bronca e impotencia. Tenía alrededor de 30 años: profesional, trabajadora de salud, conocedora de las lógicas de poder de la biomedicina, ninguna niña indefensa. Pero, en palabras de mi amiga: “A todas nos pasó”.
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Un día siendo muy pequeña acompañé a mi mamá a la peluquería. Ella quería ayudar a una mujer muy joven que había tenido un bebé y el marido los abandonó (al menos esa era la versión en el barrio) para poder seguir adelante esta chica puso una peluquería en la casa, quedaba a la vuelta de la mía.
Fuimos y mientras que a mi mamá le cortaban el pelo, aparece un señor que me dice que vaya a conocer a su nieto que está durmiendo en la otra habitación.
Mi mamá asiente que vaya.
Cuando llego a la habitación contigua, este señor muy mayor, abuelo, me abraza fuertemente y me besa en la boca, puedo sentir su gusto a café en la mía. Mientras me forzaba me preguntaba si mi papá no me besaba así. Trato de apartarme y, cuando lo logro, corro adonde se encontraba mi mamá. Sorprendida porque el señor me llamaba desde la otra habitación y yo me negaba a ir. 
Termina su trabajo la peluquera y cuando salimos me pregunta qué pasó. Le cuento y me pide que le prometa que no se lo iba a contar a mi papá.
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Tenía quince años cuando salí con mi hermana a bailar y a encontrarme con un chico en el mismo lugar. Un chico mayor de edad.
En el lugar, me separé de mi hermana y me ofrecían muchas cosas para tomar, todas diferentes. Recuerdo aceptar sólo algunas y hasta con cautela. Pero bueno, a esa edad no entendía mucho de la vida. 
Me encontré con el pibe, pero casi no podía mantenerme en pie. Me sentía mal, cansada y no veía bien, todo por el nivel de alcohol en sangre. Me dijo: “Salgamos un rato así tomás aire”. Le dije que sí, porque realmente pensaba que me iba a descomponer. Una vez que salimos y me repuse un poco, el patovica no quería dejarme entrar: “¿No ves el estado en el que estás? Yo así no te puedo hacer pasar de nuevo”. Me puse muy nerviosa y tenía mucho miedo porque mi hermana estaba adentro. 
El pibe me dice: “Vamos al auto de mi amigo que está acá a la vuelta y nos quedamos ahí”. Al día de hoy, sigo sintiéndome culpable por decirle que sí, por confiar en él. Me llevó, casi a rastras porque no podía caminar. Me metió en la parte de atrás del auto y empezó a manosearme y besarme. Yo no quería, se lo dije, pero no tenía fuerzas ni para resistirme. Estuvo así un rato. Recuerdo que mi hermana me llama al celular. Siempre le voy a agradecer eso. Me pregunta dónde estoy, con quién, super angustiada y nerviosa. El pibe escuchó los gritos de mi hermana y me llevó hasta allá (obvio, a rastras). 
Pasaron varios años hasta que lo cuestioné y entendí la situación. Sin mi hermana buscándome y llamándome desesperada, no sé qué hubiese pasado.
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Trabajo en un canal de televisión que desde su creación tardó 43 años en incorporar una mujer en el área donde trabajo, esa fui yo. Llegué con mi título universitario y la sorpresa de que la mayoría de los compañeros, incluidos los jefes, sólo tenían título secundario. A pesar de esto soy la única del área que estuvo tres años renovando contrato cada tres meses. Antes de ser efectivizada la persona que debía tomar la decisión vino a preguntarme si estaba en pareja y pensaba tener hijos. 16 años después de esa pregunta sigo siendo la única mujer y se efectivizaron 17 hombres más.
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Nancy era una de mis compañeras de la secundaria. Estábamos en cuarto año cuando quedó embarazada. Desde el tercero o cuarto mes se ponía una faja, bien fuerte y apretada, para que nadie lo notara. Su mamá y su papá, que vivían con ella, nunca se dieron cuenta, pensaron que había engordado nada más. No advirtieron cuánto le crecieron las tetas, y que se le marcaban los pezones en toda la ropa que usaba, hasta en el uniforme del colegio de monjas. Estaba de más de siete meses el día que comenzó a sentir contracciones, y tuvo que pedir ayuda.
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Perla tenía 19 años… porteña de familia clase media trabajadora, nieta de inmigrantes europeos. Su familia vivía en medio de situaciones de violencia doméstica naturalizadas, tan naturalizadas como el no hablar de muchos temas. Perla quedó embarazada de su novio de hacía más de cinco años. Gracias al padre ginecólogo de una amiga quien le hizo un aborto en un consultorio mínimo de Lanús, tuvo suerte de resolver el tema sin perder su vida en el intento. Hoy Perla sabe que tuvo más suerte de la que sospechaba. Hoy Perla milita por ella que fue y por todas las Perlas con un hermoso pañuelo verde.
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Cuando terminé la secundaria, sabía lo que quería hacer: ir a la UBA y estudiar filosofía o letras. Tenía 17 años, trabajaba en un empleo de mierda y cursaba a la noche. Llegaba al barrio, más desierto que Conurbano entonces, entre las 11 y las 12 de la noche. Algunes de la familia bancaban y otres creían que era un acto de provocación. ¿Qué iban a pensar los hombres que venían en el bondi de una pibita de 17, con polleras cortas o jean ajustados, viajando a esas horas? Viví con miedo esos tiempos. A la dictadura y a la indefensión frente al acoso machirulo. Alguna noche, alguno me siguió. Alguna otra, otro me toqueteó. Alguien comentó: “Sola a esa hora, creen que andás buscando…”
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Mi identidad no es solo el relato testimonial y lacrimógeno de mi sufrimiento. Sí, atraviesa mi subjetividad toda. Llevo marcadas a fuego las cosas que me pasaron. Doy gracias, y no en un sentido de gratitud sino de consecuencia, a todas las experiencias a las cuales fui tirada. Pero también cargo con las cosas que me pasan hoy, que me resfrío, que tengo que pagar el gas, que scrolleo las noticias y leo un titular como “Reconocido diputado se reunió con trabajadoras sexuales organizadas”. Se me ríen las tetas con ese discurso nefasto. “Están en la esquina porque ellas eligen. Por ende si la mujer elige yo no me meto en su elección”. ¿Habrá discurso más neoliberal que ese? Pero cierra, es un buen argumento para lavarse las manos y mirar para otro lado. Eso sí es una elección, cuando tenés dos opciones: mirar o no mirar, involucrarte o no con lo que ves. ¿Pero esto? Había una única opción disponible para mí, no pude más que abrazarla.
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No hubo espacio que atravesé en donde no haya opresión sólo por el hecho de ser mujer: mi casa, la calle, la escuela (de niña, adolescente y como docente), en la universidad, en vínculos, en el transporte público, en casa de otres, en un evento cultural… porque además de ser mujer, todavía es más profunda la opresión si sos pobre. El patriarcado nunca dio tregua. 
Sin embargo, junto a otras compañeras que vivieron lo mismo, supimos expresarnos a través del arte y la docencia, encontrando un camino para cambiarlo todo: ese 3 de Junio de 2015, con el primer Ni Una Menos, supimos que ya estábamos moviendo el mundo. Nos hartamos de que nos maten, nos violen, de tener miedo. Y comenzó nuestra lucha. 
Desde ahí, en nuestro primer Encuentro Nacional de Mujeres (por ese entonces llamado así), aprendimos sobre la Ley ESI, que es nuestra herramienta por excelencia para derribar los pilares patriarcales de la sociedad y como docentes aplicarla en las aulas, para que no haya más Ni Una Menos, para vivir nuestra sexualidad, identidad y vida plena. Por nosotras, por todas y por elles a quienes el patriarcado lastima. Hoy, que es otro día más de lucha, con puño en alto y pañuelo verde, es nuestro primer 8 de marzo con ley de aborto, un logro de nosotras y de nosotres desde las calles. Luchar es maravilloso. 
Ahora que estamos juntes, ahora que sí nos ven… ¡Arriba les que luchan!
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